Artículo argentino: Un mendocino y su segunda ciudad

Hace 30 años que viajo asiduamente a Concepción. Es que mis padres se hicieron muy amigos de una pareja oriunda de esa ciudad y cuando fuimos creciendo, de tanto ir y venir, uno de mis hermanos se enamoró de una hija de ellos y en nombre del amor, dejó los montes y se fue al mar, como reza Serrat en “Tu nombre me sabe a hierba”, uno de sus grandes éxitos.

Concepción es una rara mezcla de urbe con pueblo, de bohemia universitaria con poderosas empresas, de bosques con mar, de ferviente tradición chilena con adoradores del modelo yanqui. Pero hay algo que me enamoró de esa ciudad y por lo que la considero mi segundo lugar en el mundo después de Mendoza: su gente. Es que además de ser cálida y amigable con el foráneo es extremadamente educada y agradecida de lo poco o mucho que obtiene o recibe.

La cultura forma parte de la vida cotidiana de los penquistas (así los llama el resto de Chile).

Hay dos o tres emisoras de radio que transmiten música clásica durante las 24 horas del día y en cada cuadra del centro uno puede encontrar artistas callejeros con guitarras, violines, saxofones y demás instrumentos.

De noche la música se traslada al “Barrio Estación”, un espacio en el que conviven más de 30 bares, cada uno con su propio intérprete sobre el escenario. Allí se pueden escuchar muy buenas versiones de Silvio Rodríguez, La Ley, Los Prisioneros y hasta nuestro Soda Estero, tal vez más admirados del otro lado de la cordillera que aquí en Argentina.

Hace un año la tierra “se enojó”, como dicen allá. Durante varios meses la ciudad lloró a sus víctimas, la mayoría de ellas pertenecientes al sector más castigado por la economía. La vida cotidiana cambió radicalmente, hubo saqueos, paralización comercial y sobre todo mucho miedo.

Desde Mendoza, por televisión veía cómo cada lugar que recorrí durante 30 años se mostraba caído o colapsado. También lloré de impotencia, pero vía Facebook me adelanté a colocar en mi muro “Concepción se va a levantar de la mano de su gente”. No me jacto de haber acertado en aquel momento: cualquiera que hubiera conocido la esencia de los pobladores de esa ciudad hubiera apostado como yo lo hice.

En enero pasado volví a Concepción esperando hallar una ciudad “tumbada”, a menos de un año de la catástrofe. Sin embargo no encontré escombros y donde yo esperaba ver edificios caídos observé obreros levantando estructuras modernas.

Los muertos y los daños materiales se siguen llorando, pero en la reconstrucción, los penquistas encontraron su consuelo. Hoy cada familia tiene velas, linternas y alguna reserva de agua y comida por las dudas. Concepción no sólo se levantó y siguió caminando firme después del golpe, sino que su población aprendió de lo sucedido demostrando un enorme signo de madurez.

La tierra todos los días se mueve, como acomodándose, pero aquel terremoto se transformó rápidamente en un mal recuerdo que se olvida con gente trabajando, con la vuelta de la alegría y la música al centro y a los bares y sobre todo con la calidez de su gente, una sociedad que ante la amenaza se unió, se hizo aún más solidaria y avanzó en la adversidad.

Artículo original