Como un mantra, se repite que la política de defensa en Chile es una política de Estado, y sobre esa presunción se puede seguir dejando al sector en el limbo sin necesidad de dedicarle tiempo ni desvelos a un asunto que “está resuelto”. Nada más lejos de la realidad.
Previo y en los primeros tiempos de la Concertación, la concepción de una política de Defensa para esa coalición estuvo constituida por un vibrante debate que incluía asuntos cruciales como el del liderazgo político, la confianza mutua, la seguridad regional y varios otros que pueden encontrarse en viejas revistas y amarillentos papers que ya pocos recuerdan.
En la Concertación, una vez en el gobierno, se impuso el pragmatismo y las personas que ingresaron al ejercicio del poder adoptaron una política de modernización “en la medida de lo posible” que dejó fuera del tema a los “idealistas” que no pudieron acomodarse a las realidades del poder. Lo trágico es que una actitud como ésta, posiblemente válida en sus primeras administraciones, se transformó por comodidad, inercia o acomodo, en una política permanente que fue agudizando sus peores rasgos.
En breve, la política de defensa de la Concertación fue una política de “cooptación”. No avanzar para precaverse de no retroceder.
Los sucesivos gobiernos de izquierda ofrecieron a los militares una alternativa simple y clara que se repitió una y otra vez: los altos mandos que se alejaran del “pinochetismo” e hicieran protestas de democracia -con “nunca mases” incluidos– recibirían certificados de demócratas y recursos para gastar con amplia autonomía. La alternativa: el abrupto cese de sus carreras y la postergación financiera de su institución. Esta “cooptación”, incluyó algunos elementos que podrían ser considerados como de control civil, pero que mirados con más detenimiento, fueron sólo medidas de fortalecimiento de lo que más ideológicamente se conoció como la “despinochetización”.
En esta situación, las FF.AA. comenzaron, dentro del estrecho margen de libertad de acción disponible, a desarrollar contramedidas. El espacio más accesible fue el de la “actividad académica”, que ofrecía una oportunidad de negociación que fue copada por los centros de estudio militares y sus contrapartes civiles: académicas y de gobierno. Poco a poco este intercambio se fue cerrando a un reducido grupo de “iniciados” que “sabían de Defensa” hasta caer casi por completo en manos de un pequeño número de funcionarios gubernamentales (los asesores) y de operadores políticos militares formados sobre la marcha (militares que iban pasando a retiro pero que gracias a sus contactos permanecían dentro del sistema). Este intercambio dio origen a una “contra cooptación”. En efecto, los organismos académicos y comunicacionales militares fueron adquiriendo la capacidad de otorgar “certificados de competencia” técnica a los funcionarios civiles, lo que aseguró a éstos la permanencia en los cargos conseguidos y los puso a salvo de la competencia de sus pares políticos que pretendían ingresar al sistema.
Así, se formó un reducido grupo de “expertos civiles”, legitimados en su expertise por sus contrapartes militares, y de “militares renovados”, con credenciales democráticas certificadas por la Concertación.
En los primeros años de la Transición, esta política se mantuvo dentro de los márgenes tradicionales tanto en cuanto a autonomía y volumen de los recursos a disposición de los militares, como en cuanto a visibilidad de la colusión política. Cuando los excedentes del cobre aumentaron, esta política comenzó a hacerse cada vez más activa, en ambos sentidos. Y la corrupción se amplificó y extendió.
La situación descrita tuvo varios efectos. El más visible y serio: la dificultad para llegar a una propuesta de Ley del Ministerio de Defensa. En realidad, lo que se debía dictar era una Ley Orgánica Constitucional de la Defensa, que produjera el puente entre la Constitución y las leyes de menor rango (Ley de Inteligencia, del Ministerio de Defensa, de Servicio Militar, de Educación Militar, de Financiamiento de la Defensa y otras). En realidad el acomodo existente funcionaba y no había verdadero interés gubernamental en modificarlo incrementando el control real más allá de las buenas palabras.
Tardó veinte años y entre gallos y medianoche se aprobó, en los últimos días del Gobierno de Michelle Bachelet, una ley con profundas deficiencias. Las más graves: dejó sin definir las responsabilidades del Ministro; mezcló la conducción de la seguridad nacional (función presidencial directa) con la conducción de la defensa, (función delegada al ministro del ramo), y no resolvió las relaciones de mando entre los Comandantes en Jefes y el Jefe del Estado Mayor Conjunto. Tan evidentes son dichos defectos que ningún Comandante en Jefe ni Parlamentario de la Coalición por el Cambio asistió a su promulgación, que por otro lado fue un acto de gran publicidad.
El proceso de asociación político-militar descrito en los párrafos anteriores alcanzó su clímax durante la administración del ex ministro Vidal, el cual personalizó la relación ministro – militares; potenció a los operadores político –militares y armó una red transversal de contactos políticos y de amistad. El colofón de lo cual es la insólita contratación del propio Vidal como asesor del Comandante en Jefe del Ejército: el antiguo subordinado nombrado durante su gestión como Ministro. Situación a todas luces curiosa si se recuerda la escasísima preparación del ministro en temas técnicos de Defensa más allá de su breve experiencia como cadete y su extensa colección de modelos a escala de vehículos militares y soldaditos de plomo.
Vidal representa, en este proceso, un resumen de la pérdida de poder de la Concertación. Buscando febrilmente las cámaras y micrófonos, carece de límites en las temáticas que aborda, yendo desde la incontinencia oral relativa a los impuestos, hasta la critica a los Ministros de Hacienda concertacionistas: difícilmente el perfil de un especialista asesor de un Comandante en Jefe. Es una figura en decadencia y pronto a desaparecer, sin embargo ha dejado un estilo y forma de hacer las cosas que ha causado graves daños.
La Alianza detectó esta situación hace ya tiempo y tanto en la Comisión Bicentenario, que trabajó el programa de la candidatura presidencial de Joaquín Lavín, como el área de Defensa de los Grupos Tantauco, que desarrolló el programa de de la candidatura del actual Presidente (es justo reconocer que la mayor continuidad la tuvo la Comisión de Defensa del Instituto Libertad, que laboró silenciosamente por más de una década), propusieron una política de Defensa alternativa, que en breve podemos denominar de “liderazgo”. Es decir, abandonar la “cooptación” y avanzar hacia el “liderazgo” del sector por parte de políticos operando desde el gobierno.
Se reconocieron las dificultades y se idearon formas para maximizar el escaso potencial de la Ley del Ministerio, para llegar a una forma sana y democrática de ejercicio del liderazgo civil sobre las FF.AA. Fue un trabajo largo y arduo (además de finalmente inútil), en el cual participaron decenas de expertos civiles, ex – militares y políticos, afines a la Alianza, trabajo que fue desechado sin consideración.
El error de estos grupos fue que se concentraron en los aspectos técnicos de los problemas creyendo que el gobierno de la Alianza pondría a algunos de sus políticos de peso en los cargos claves, los que requerirían de su apoyo técnico profesional para formar los equipos que, en los países desarrollados, representan la parte civil y política de la defensa.
Esta aproximación, y sus integrantes, fueron completamente derrotados por las maniobras políticas de la combinación Concertación-Militar ya descrita, que consiguió descalificarla presentando a esos grupos como “un lote de tecnócratas” preocupados sólo de disminuir los gastos, de controlarlo todo y desconocedores de “las complejidades políticas” del sector. Esta victoria política y mediática contó con el aplauso unánime no solo militar, que suponía que “los buenos tiempos” continuarían sin cambios, sino también de algunos políticos de la Alianza para quienes una reforzada presencia militar garantizaría a éstos una protección contra las maniobras políticas. Lo curioso es que olvidaban que los políticos en el poder eran ahora ellos mismos.
Así, tras la salida de Vidal el nuevo gobierno se encontró con un equipo político concertacionista validado y con potentes relaciones militares, ocupando todos los puestos claves. Ante un escenario así, lo difícil de comprender son los pasos posteriores: designar a un ex Ministro de Defensa de la Concertación y potenciar la presencia militar, ahora en cargos propiamente políticos, como Jefe de Gabinete, Subsecretario de Defensa, asesores y otros cargo subalternos en ambas subsecretarías.
La situación actual no es promisoria: un Ministro que necesita “empoderarse” de forma urgente (la fallida maniobra para sacar al Comandante en Jefe de la Armada cae en esta categoría), un Subsecretario de Defensa, ex Comandante en Jefe del Ejército que debe imponer su control y conducción política sobre un estamento militar que duda de su imparcialidad; un Jefe de Estado Mayor Conjunto que debe ampliar y potenciar su espacio de poder en desmedro de los Comandantes en Jefes y un equipo asesor y de altos funcionarios concertacionistas que vienen de la “política de cooptación”.
¿Cuál será la Política de Defensa del actual gobierno? Tiene dos opciones al menos: la de la cooptación, que representaría la continuidad de la de la Concertación o la de liderazgo, propuesta por los derrotados políticos de los Grupos Tantauco. ¿Qué política podrá materializarse con el actual equipo?
El Ministro es un político avezado y diestro, el problema es que con el heterogéneo equipo que se conformó -sin duda personas individualmente valiosas-, se encuentra ante una tarea en extremo compleja, casi imposible de ser materializada en un contexto de relaciones de poder muy fluidas y en el que las agendas de sus asesores son disímiles y para peor antagónicas entre sí. Se vienen meses movidos en Defensa.