¿Qué hacemos con la ANI? (Agencia Nacional de Inteligencia)

Esta institución, conformada por un pequeño grupo de analistas, más parece un centro de investigación universitario que una central de inteligencia de alto rendimiento.

Las posibles vinculaciones chilenas con las FARC, los atentados en el sur y las reiteradas acciones violentistas en días emblemáticos han colocado la efectividad de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) en tela de juicio. Se ha puesto énfasis en la carencia de resultados, así como en la incapacidad para adelantarse a problemas mayores que podrían incluir actos terroristas. Pero ¿la ANI podría resolver estos problemas? Esta institución, conformada por un pequeño grupo de analistas, más parece un centro de investigación universitario que una central de inteligencia de alto rendimiento.

La ANI fue creada en 2004 como parte del proceso de renovación de los servicios de inteligencia que sirvieron a la dictadura. Esta profesionalización fue considerada oportuna, necesaria y auspiciosa por una sociedad que dejaba atrás la tortura y el espionaje político. Por sí misma, la ANI es un organismo coordinador de las instancias de inteligencia al interior de las Fuerzas Armadas y de Orden. Por ende, depende exclusivamente de la voluntad de éstas.

Cinco son los desafíos para consolidar un servicio de inteligencia al que se le puedan pedir resultados.

Primero, es necesario reconocer que la efectividad de la ANI está vinculada con mecanismos más ágiles de recolección de información, más autonomía y menor dependencia de las instituciones policiales. Sin estos cambios, seguirá siendo una institución destinada a analizar información secundaria.

Segundo, la cooperación y coordinación se convierte en un elemento clave para el desarrollo de estrategias efectivas. Es cada vez más evidente que investigar los delitos de forma aislada tiene efectos limitados. La ANI debería convertirse en el espacio donde se interpreten los fenómenos más complejos y se alerte a la autoridad.

La delgada línea que separa ciertos actos delictuales nacionales con los esquemas internacionales es el tercer desafío. Si bien el principal problema que enfrentamos son delitos comunes, se torna cada vez más relevante una mirada de contexto para identificar sus vinculaciones internacionales. Se requiere definir campos de trabajo donde la especialización no implique una separación, sino más bien un esfuerzo conjunto entre todas instituciones vinculadas al tema.

El cuarto desafío es la flexibilidad del sistema. Las amenazas emergentes se mueven en redes dúctiles, con altos niveles de sofisticación tecnológica y acceso a ilimitado financiamiento. Ante esto, la respuesta no puede ser burocrática y lenta. Pero esta flexibilidad debe regirse por controles para asegurar el respeto al Estado de Derecho. Es necesario ser proactivos frente al crimen organizado en sus múltiples facetas, como la transnacionalización de las pandillas juveniles o las interconexiones entre grupos vinculados con acciones contra el Estado. Esperar que la información fluya es dejar abiertas las ventanas para que dichos fenómenos se instalen en el país.

Finalmente, la cooperación internacional es clave. La carencia de mecanismos rápidos de intercambio de información sobre movimiento de capitales y personas es sólo un ejemplo. La llegada de Fujimori a Chile es uno de los casos que remarca esta necesidad. Nuestra región es la segunda más violenta del mundo, donde se produce el 100% de la cocaína y, sumada a Estados Unidos, donde se consume prácticamente la mitad. Entonces, Chile debe tomar en serio la tarea de mejorar su sistema de inteligencia para que no permita la aparición de los problemas vistos en países vecinos y a su vez se aseguren mayores niveles de control interno. No tomar en serio los cambios que el sistema de inteligencia requiere puede tener consecuencias graves. Las lecciones de múltiples países muestran que el impacto puede ser dramático y que el combate al crimen organizado se hará cada vez más cruento y costoso.

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