A RAÍZ DEL CAMBIO DE GOBIERNO en Chile, se han escrito varias columnas comparando la situación de Colombia con el país austral. Existe una total coincidencia entre los analistas en el sentido de que la brecha en el desarrollo económico, social y político es enorme a favor de Chile, pero no hay muchas coincidencias sobre las causas que podrían explicar esta preocupante distancia.
Uno de los argumentos más convincentes es el que han planteado Eduardo Posada Carbó y Carlos Caballero Argaez, para quienes el éxito de Chile ha consistido en su capacidad de lograr acuerdos y consensos entre todos los sectores políticos. Cuando terminó la dictadura de Pinochet, todos los demócratas acogieron un manejo ordenado de la economía, apostaron por la integración al mundo, por la construcción de una excelente infraestructura y por unas metas ambiciosas de protección social. Algo semejante hicieron los españoles con el Pacto de la Moncloa. En pocas palabras, en medio de las diferencias, de la lucha política y de la crítica, consustanciales a todas las sociedades abiertas y democráticas, es menester tener una visión compartida de futuro para lograr el desarrollo y la modernidad.
¿Por qué nuestra dirigencia perdió esa capacidad y se tornó incapaz de convocar voluntades, de unir al país en torno a grandes propósitos, de lograr consensos? No pretendo tener una explicación concluyente, pero quizá un indicio para entender esta situación esté en la creciente influencia de una forma de entender la sociedad y de hacer política que se caracteriza por una ecuación del tipo amigo-enemigo, nosotros-ellos. Es un discurso que divide, que polariza, que no sorprende en quienes siempre han proclamado la lucha de clases, pero es inconcebible entre quienes deberían defender la democracia liberal. Es una visión que concibe a la sociedad como estática, como un juego de suma cero en el cual los que ganan tienen que hacerlo a costa de los opositores. Así, dirigentes de partidos y movimientos han caído en un discurso y en una narrativa de batallas, de ejércitos, de generales y, por supuesto, de enemigos a derrotar. Es un discurso que sólo busca polarizar, golpear, pisotear. Si seguimos así, Colombia no logrará el desarrollo y la modernidad y nos quedaremos aún más solos en el concierto internacional. Porque, para todos los que se consideran demócratas, el enemigo no debería ser el contradictor político, sino los grandes problemas del país, como la pobreza, el desempleo, la informalidad, la falta de infraestructura y, por supuesto, la violencia y el terrorismo. Y a esos enemigos no los vamos a derrotar sin unos acuerdos mínimos entre todos los sectores políticos, sociales y regionales. En esos acuerdos deberían estar todos los demócratas o, para ponerlo por la vía negativa, los únicos que no deben entrar son los que creen o acogen a sectores que aún utilizan la violencia o la llamada “combinación de todas las formas de lucha”. A pesar de que para muchos la política de los acuerdos y de los consensos no es algo actual, está pasada de moda y es asociada con la debilidad y con la falta de carácter, me hago la ilusión de que somos muchas las personas que creemos en su actualidad y relevancia para Colombia. Así, mi voto de ciudadano del común en las próximas elecciones será para aquellos candidatos que unan al país, que busquen consensos y que, más allá de la próxima elección, tengan propuestas y soluciones efectivas para la próxima generación.
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