El lento adiós a las bombas de racimo

En Chile, el arma fue producida en grandes cantidades por Industrias Cardoen y Fábrica y Maestranza del Ejército (Famae) en las décadas del 80 y 90. Las bombas de Cardoen fueron exportadas en cantidades industriales a Irak y a Etiopía. Las de Famae fueron vendidas a Irán.

A partir de esta semana está prohibido el uso, desarrollo, fabricación, adquisición y almacenamiento de las bombas de racimo. En 2008 un centenar de países firmaron el tratado que excluye esta arma especialmente cruel. Pero para la entrada en vigor del acuerdo debían ratificarlo al menos una treintena de países. Chile, que en el pasado fue un importante exportador de estas bombas, es uno de los firmantes del tratado. El 18 de mayo el Congreso aprobó por unanimidad la ratificación, en todas sus instancias, de la Convención sobre Municiones de Racimo. Falta ahora la promulgación del Presidente Sebastián Piñera y luego la notificación a Naciones Unidas. Brasil es el único país latinoamericano que tiene bombas de racimo y no ha firmado el acuerdo. Tampoco lo han hecho Estados Unidos, Rusia, China, Israel, Pakistán e India, entre los países que retienen estos destructivos ingenios bélicos en sus arsenales.

Todos saben que las guerras son destructivas y cegadoras de vidas. Pero el conflicto armado no exime a los beligerantes de hacer todo lo que esté a su alcance para no dañar a la población civil. El gran cargo contra las bombas de racimo es que equivalen a un escopetazo que disemina perdigones sobre una vasta superficie. Pero mucho peor que los últimos, pues la submunción desprendida de la bomba, y que no ha estallado, representa una amenaza incluso mayor a la de las minas antipersonales.

Las bombas de racimo consisten en carcazas que contienen desde 100 a 500 submuniciones, también llamadas bomblets. La bomba dispone de un altímetro que, al llegar a cierta altura del blanco, activa la espoleta que rompe la carcaza y dispersa la submunición sobre miles de metros cuadrados. Un uso adicional, desde un punto de vista militar, es la llamada “negación de área”. Esto es que al quedar las submuniciones regadas en una región, quien ingrese a ella lo hace bajo su propio riesgo. Esto es útil, por ejemplo, para dificultar las operaciones de una base aérea.

En Chile, el arma fue producida en grandes cantidades por Industrias Cardoen y Fábrica y Maestranza del Ejército (Famae) en las décadas del 80 y 90. Las bombas de Cardoen fueron exportadas en cantidades industriales a Irak y a Etiopía. Las de Famae fueron vendidas a Irán, pero con pésimos resultados para Teherán, que perdió un avión Phantom en el proceso de lanzamiento. La bomba estalló demasiado pronto luego de desprenderse del aparato. En 1986 una feroz explosión destruyó la planta de armado de bombas de Industrias Cardoen en Iquique. En el estallido perecieron 29 trabajadores. El mismo año la empresa desplazó su producción a Irak, donde inauguró una planta que contrató a 150 obreros locales supervisados por una cuarentena de chilenos. La empresa cesó sus funciones al iniciarse la operación Tormenta del Desierto, 1990-91, destinada a expulsar de Kuwait a las recién arribadas tropas iraquíes. Al concluir esta guerra, encabezada por Estados Unidos, la organización Human Rights Watch denunció la muerte de 1.200 kuwaitíes y 400 iraquíes, todos civiles, víctimas del estallido de bombas de racimo. La organización afirma que en esa ocasión se arrojaron entre 24 y 30 millones de bomblets y que entre 1,2 y 1,5 millones no estallaron, convirtiéndose en una amenaza permanente para la población.

Estados Unidos empleó estas bombas, una vez más, en su ataque contra Afganistán en 2001. Allí, para ganar la buena voluntad de los afganos, fueron lanzados desde aviones paquetes con comida para la población civil. Resulta que los paquetes eran del mismo color amarillo que la bomblets. Para evitar trágicas confusiones fueron lanzados volantes que advertían: “Por favor, tengan mucho cuidado cuando encuentren objetos amarillos no identificados en áreas bombardeadas”. Una precaución casi inútil en un país con más de 70% de analfabetismo.

Israel hizo amplio uso de estas bombas en el Líbano a mediados de 2006. Se estima que hasta el 30% de las bomblets no estalla y permanece en los campos como una amenaza latente. Algunos cálculos sitúan en 1,2 millones la submunción dejada tras de sí por la fuerza aérea israelí. Tan sólo en los seis meses posteriores al cese del fuego ya habían ocasionado 186 víctimas civiles de las cuales un tercio era menor de 18 años. La estadística muestra que una vez terminados los combates, 98% de los afectados son civiles.

Las bombas de racimo, que nunca debieron existir, quedan ahora relegadas junto a las minas antipersonales y las armas químicas y biológicas. Para los países que no firmaron la prohibición será muy difícil utilizar bombas de fragmentación. De todas formas, deberían empezar, con un mínimo de ética, por comprometerse a jamás emplearlas en contra de estados que han renunciado voluntariamente a ellas.



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