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Dave Gahan, uno que pasó una larga temporada en el infierno, aparece a las 21.07 horas sobre la tarima del Club Hípico. Con actitud muy british y ese aire amanerado, pero rotundamente seductor y masculino, que lo ubican como uno de los mejores frontman de su generación. No hay fervor, al menos no ese tipo de fervor de chillidos y tironeo de mechas: las caras de las más de 40 mil almas que poblaron el recinto reflejan esa satisfacción íntima de estar viendo al que canta los temas que te pertenecen. De estar viendo a uno de los tuyos. Como si fuera un amigo el que está arriba del escenario.
Depeche Mode despierta ese tipo de pertenencia, ese nivel de cercanía. Un credo que es verdadero y que se siente en el aire cuando Martin Gore deja la sangre en la arena para una sobrecogedora versión de Home o cuando la banda entera se entrega en un largo coda para Never let me down again. La noche es fría, pero también es de todos: de los que están tocando y los que están escuchando y sienten que esta es la música de toda su vida. Comunión le llaman: con Depeche Mode sigue siendo pura devoción.
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