Esto ha sorprendido al Gobierno, pero era difícil no preverlo ante la creciente judicialización de los fallos, la falta de apoyo resuelto de la autoridad a proyectos específicos (a diferencia de mensajes de apoyo general a esa industria) y el rechazo de grupos importantes y muy activos a este emprendimiento. En tales condiciones, seguir invirtiendo en él, dada su magnitud, era muy riesgoso.
Un factor grave es que la aprobación ambiental de un proyecto tampoco garantiza que él se pueda realizar: en algunos casos esto se debe a errores procedimentales -caso del Parque Eólico Chiloé, que no consultó a comunidades indígenas aledañas, como debía hacerlo-. Pero en otros recientes, como las centrales Castilla y Cuervo, las intervenciones judiciales detienen la aprobación medioambiental pese a que el proceso no tuvo fallas. Además, la presión política puede cambiar las decisiones oficiales en proyectos que incluso habían superado la etapa de reparos judiciales -caso de la central Barrancones-. Siendo así, es natural que antes de embarcarse en proyectos de alto riesgo como este, en que un estudio ambiental consume recursos cuantiosos, las empresas deseen seguridad sobre el respeto al resultado de los procesos.
¿Hay aquí responsabilidad del Gobierno? Sí, pero no sólo por la ausencia de apoyo a iniciativas específicas (a diferencia del entonces Presidente Frei con Ralco), o la falta de avances de la carretera eléctrica, que ayudaría a resolver las dificultades de los proyectos de generación para acceder a los sistemas interconectados. Su falla ha estado en la incapacidad de hacer comprender a la población los riesgos que pesan sobre todos al entrabar la inversión en nuevos proyectos eléctricos. Nuestras empresas no podrán competir en el futuro, por sus mayores costos. Esto aumentará el desempleo y afectará el crecimiento futuro. Incluso las mineras, que a los altos precios actuales pueden soportar el elevado costo del suministro eléctrico, tendrían serios problemas si el precio de sus productos cae debido a un menor crecimiento chino.
Obviamente, el Gobierno no puede sacrificar el medio ambiente por la necesidad de mayor energía, pero sí es su deber hacer entendible para todos los chilenos que los procesos medioambientales actuales, si se realizan rigurosamente (como en los casos citados), equilibran adecuadamente ambos objetivos, y que el limitado costo ambiental se compensa con los beneficios sociales. Es inevitable concluir que no ha mostrado vigor suficiente en materia energética, y que los múltiples cambios ministeriales le han restado continuidad a sus políticas. Esto podría explicar el escaso avance de las iniciativas que facilitan las inversiones sectoriales, como la carretera eléctrica y otras propuestas de la Comisión Asesora de Desarrollo Eléctrico.
También hay grave responsabilidad de partidos políticos y parlamentarios que suelen adherir con celeridad a quienes se oponen a estas iniciativas, porque creen popular hacerlo, sin considerar las consecuencias para el país. Y nuestra judicatura, pese a sus declaraciones sobre su objetividad y apego a la letra de la norma, sería sensible a la presión de grupos manifestantes, y esto parece estar incidiendo en sus fallos. Por eso, es indispensable y urgente modificar la percepción pública de las inversiones en el sector eléctrico, de modo que la justicia tenga una posición menos inhibida respecto de los procesos de aprobación medioambiental. Por lo demás, los desincentivos a la generación hidroeléctrica son, paradójicamente, canales directos a la termoelectricidad, más contaminante y perjudicial para el medio ambiente.
Revertir estos errores de política pública podría tomar años, durante los cuales nuestras empresas serán menos competitivas y se retrasará nuestro desarrollo en todas sus dimensiones.
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