El proceso de transformación que ha experimentado la política de defensa en nuestro país se inscribe, por derecho propio, entre los éxitos más sustantivos de la democracia recuperada. Sin embargo, su alcance -por desgracia- tiende a diluirse en el debate público al concentrar habitualmente la atención en los detalles de las nuevas adquisiciones de material o en las dificultades puntuales que acaecen en la vida de las instituciones que llevan implícita en su función la convivencia con el riesgo. Pero la defensa es mucho más.
El advenimiento de la democracia en Chile fue simultáneo al fin de la guerra fría. Los paradigmas en los que se fundaba la política de defensa cambiaron radicalmente. Adecuar nuestros dispositivos a esta nueva realidad enfrentaba, sin embargo, dificultades sustantivas. Durante casi una década el protagonismo de los conflictos heredados del período autoritario concentró casi toda la agenda.
En esa misma década, Chile consolidaba los matices de su nueva posición: la de un país que se reinsertaba en el mundo, apuntalaba al comercio exterior como puntal de su desarrollo económico, estabilizaba su sistema político ampliando progresivamente los atributos democráticos e implementaba una secuencia de reformas sociales que tendrían un impacto concreto en la calidad de vida de sus ciudadanos.
Es sobre esos cimientos que, al inicio de la administración del Presidente Ricardo Lagos, el nuevo siglo nos encontró en condiciones objetivas de resolver los problemas de la "agenda histórica" y de avanzar en una política de defensa de postguerra fría. Transitar, por fin, hacia una agenda profesional. Una que fuera coherente y tributaria del proyecto de desarrollo nacional que se había adoptado (economía exportadora) y que nos permitiera, en consecuencia, contribuir a un orden mundial regulado. Estas son las premisas que dotan de contenido a la "modernización" del sector.
Reemplazar el material obsoleto; adecuar la formación, capacitación y funciones de nuestros recursos humanos; multiplicar nuestra participación en actividades multilaterales de paz; transparentar y difundir los objetivos de nuestro dispositivo militar a través de mecanismos como el "Libro de la Defensa" son todas iniciativas que apuntan a permitir que Chile se posicione como un actor de estabilidad y paz en la región y el mundo. Todo ello desde la modestia de nuestras circunstancias, pero con la capacidad de dar soporte concreto a nuestra voluntad.
Así se expresa en hechos como nuestro rol en Haití. Si Chile aspira a la existencia de un escenario mundial donde el multilateralismo y sus instituciones jueguen un rol -porque le conviene al mundo y, por cierto, a países pequeños como Chile- tiene que estar en condiciones de brindar algo más que un buen consejo. Por cierto, tiene que estar en condiciones de extender desde el sur una mano amiga. Tiene que asegurar, además, que sea esa la percepción. Y las amistades se fincan en el conocimiento, en la colaboración y en el apoyo mutuo. Por eso es fundamental el diseño e implementación de mecanismos y de acciones tendientes a construir la confianza con todos los países y, principalmente, en la misma región.
Un orden mundial regulado es la mejor garantía contra las amenazas a nuestros intereses. Brinda los espacios colectivamente respetados para dirimir el conflicto potencial en el marco del imperio de la ley internacional y la confrontación de los argumentos, no de las armas.
No es una realidad, pero sí una meta ineludible. En la ruta hemos de mantener, por cierto, la capacidad creíble de disuadir aventurerismos, pero con claridad en que aquello no es un fin en sí mismo, sino que es un medio que nos permite ser más efectivos en pos de un desafío de mayores vuelos.
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