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domingo, enero 22, 2006

"Una tremenda tradición republicana"

Tomado de La Nación, Buenos Aires - Argentina

Una vez conocidos el domingo último los cómputos oficiales con el 65 por ciento de las mesas escrutadas (una muestra de eficiencia para contar votos que merecería la atención de nuestros gobernantes), la candidata electa, Michelle Bachelet, y el presidente Ricardo Lagos entablaron un diálogo telefónico. Sobre las afectuosas felicitaciones de rigor, lo más destacable para quien esto escribe son las convicciones republicanas de Bachelet: "Chile -dijo- ha demostrado la tremenda tradición republicana que tenemos?". Y de inmediato agregó: "Verdaderamente, como usted diría, se siente la República hoy día, ¿no?"

Estas palabras no debería llevárselas el viento justo en este año en que las elecciones se ajustarán a una escala continental. De México a Brasil, por evocar los países más grandes, "la Democracia Electoral", como ahora se denomina a esta primera y necesaria condición para poner en marcha un régimen democrático, tendrá que afrontar nuevas pruebas. Pero la enseñanza que se desprende de la experiencia chilena es que esa democracia ha logrado plasmar allí una condición suficiente materializada en la calidad republicana de sus instituciones. Por supuesto que se trata de una condición imperfecta. Aun así, el hecho de contar con un Estado y una economía en forma permite a los chilenos disponer de dos palancas imprescindibles para añadir a lo ya adquirido un nuevo repertorio reformista.

Veamos, en primer lugar, lo que se ha alcanzado hasta el momento. Esta reconstrucción democrática en clave republicana obedece a una lógica basada en la deliberación y el consenso. En Chile no ganó las elecciones un partido sino una concertación de partidos a la cual, sobre el flanco derecho, se oponía otra alianza de partidos. En este sentido, la existencia de partidos, adaptados a las circunstancias de una época en franca transformación, es tan crucial como el designio de pactar acuerdos y programas de gobierno. Las tradicionales líneas ideológicas, que durante gran parte del último siglo dividieron a los partidos, coexisten en Chile con un consenso macroeconómico cuyos resultados están a la vista: crecimiento sustentable, potencial exportador, desarrollo de la infraestructura.

Sin embargo, como quedó demostrado en el debate electoral, dicho consenso tiene fisuras. Si bien la lucha contra la pobreza extrema y los avances educativos muestran saludables signos, los problemas relativos a las desigualdades (una lacra que abarca a todo el conjunto latinoamericano) y a la concentración del ingreso son difíciles de solucionar. De hecho, estas cuestiones fueron el meollo del debate electoral y delimitaron los grandes desafíos que Bachelet y el gobierno de la Concertación tienen por delante. El argumento republicano adopta, en este sentido, una doble orientación: en el plano institucional apela a la calidad de las leyes; en el plano de la praxis retoma la promesa de la igualdad y de una esfera pública común a todos los ciudadanos -mujeres y hombres- que comparten la misma dignidad. Por eso la exigencia de entrar resueltamente en un terreno donde, por ahora, los aciertos son escasos.

Estos retos ocurren en un régimen no de partido predominante, sino de coalición predominante. Con la presidencia de Bachelet, el gobierno de la Concertación sumará cuatro períodos presidenciales que, entre otras, han tenido la característica de inclinarse desde los dos primeros presidentes pertenecientes al centro demócrata cristiano (Aylwin y Frei Ruiz Tagle) hasta los dos segundos identificados con la centroizquierda socialdemócrata y socialista. Las variantes no han sido abruptas ni pendulares. Tampoco lo han sido en el campo de la derecha, con la diferencia de que la entrada en el ruedo de Sebastián Piñera -el candidato derrotado por Bachelet- dejó atrás una adscripción pinochetista, hoy seriamente dañada.

Como es sabido, la democracia chilena llegó por una transición pactada y por la voluntad de enterrar el pasado de las confrontaciones y de la dictadura. El pasado de la confrontación quedó atrás. ¿Quién hubiese imaginado, hace tres lustros, que el viejo partido de Salvador Allende gobernaría en la persona de una mujer como Bachelet, miembro de una familia que sufrió persecución, tortura y exilio? Es una reconciliación que tiene más que ver con la aceptación de las verdades y de la justicia que con el olvido. Fue la propia dinámica del Estado de Derecho la que en Chile rasgó el velo sobre un pasado que se pretendía ocultar y puso al descubierto, junto con los crímenes contra la vida, la atmósfera de corrupción pecuniaria que rodeaba a Pinochet y su familia.

Dos familias, dos mundos: corresponde a la inteligencia política demostrar que esa amalgama de verdad y la justicia no cavará la fosa de otros desencuentros. Todo indica que no será así, aunque convendría estar atento a que el fantasma de la polarización no haga de las suyas. El aprendizaje ha sido pues, en Chile, doloroso y constructivo. Y tal vez en esta manera de asumir el pasado radique uno de los temas pendientes en la derecha. Los partidos que forman ese gran espectro de opinión han sin duda advertido que la victoria de Bachelet fue más holgada que la de Ricardo Lagos. Es posible que este resultado derive no sólo de la actual popularidad del presidente Lagos, sino también del error estratégico de imaginar que una porción significativa del electorado demócrata cristiano se desplazaría hacia su candidato.

Las invocaciones de Piñera al humanismo cristiano, su reconocimiento a los presidentes democristianos Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin, sus orígenes que arraigan en esa comunidad política: estos factores combinados en un lenguaje vibrante indicaban que se estaba gestando una operación de captura de votos. No obstante estos auspicios, los efectos desmintieron las intenciones. El electorado democristiano resistió a pie firme el embate; mucho más, acaso, que una pequeña fracción del electorado de derecha, no por ello menos significativa que, en la segunda vuelta, apoyó a Bachelet.

Como podrá advertirse, estamos en vísperas de nuevos cambios. La presidenta Bachelet será la primera de la Concertación que tendrá mayoría en ambas cámaras, lo que probablemente permita modificar el régimen electoral heredado de Pinochet (por ejemplo, los votos del Partido Comunista y sus aliados que se volcaron íntegros a favor de Bachelet, no tienen por ahora representación en el Congreso). Los próximos pasos tendrán entonces respaldo parlamentario; pero lo que conviene destacar aquí, más allá del peculiar carisma reflexivo de que ha hecho gala la primera mujer que en Chile asciende a la primera magistratura, es el propósito inscripto en la Constitución de dejar atrás el vicio latinoamericano del personalismo. Con la reducción del período presidencial a cuatro años sin reelección inmediata, la Constitución ha recortado las alas de quien pretenda seguir en el ejercicio de poder por otro período y, al mismo tiempo, ha acotado el riesgo de un mal gobierno. Cuatro años es un período suficiente para hacer algunas cosas bien y no muchas mal.

Esta es también una oportuna prescripción republicana que, en última instancia, apuesta con más energía a favor de la legitimidad del gobierno de las leyes y no del gobierno de las personas. Así, los o las presidentes se retiran al término de su mandato, o permanecen en reserva, mientras las instituciones, con sus debidas modificaciones y reformas, perduran. Es una lección que los argentinos aún no hemos aprendido.

Por Natalio Botana
Para LA NACION

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