Los chilenos estamos acostumbrados a los azotes de la naturaleza. Terremotos, temporales que afectan la fragilidad de los sectores marginales. El 27 de febrero enfrentó, junto a un destructor terremoto, un tsunami para el cual no estábamos preparados; ahora otro no nos sorprenderá tan incautamente.
El derrumbe en la mina San José en Atacama, el desierto más inhóspito del mundo, fue otro zarpazo de la naturaleza. El 5 de agosto, en cuanto se conoció la noticia, el presidente Sebastián Piñera impartió su orden: ``Rescate prioridad a ultranza''. Y como es un hombre de acción inmediata, un empresario con un gran espíritu de empuje, todo el país se puso en movimiento, sus organismos técnicos empezaron de inmediato a proyectar y ejecutar, y ya a los 17 días se introdujo una sonda, a través de la cual llegó la comunicación que permitió saber: ``Estamos bien en el refugio los 33''. Luego pasaron medicamentos, artículos de aseo, ropa y abrigo, mensajes de sus familiares, muy pronto dispositivos de televisión en circuito cerrado de modo que los hombres atrapados pudieran ver los rostros de sus mujeres, hijos, padres y hermanos, y éstos a los mineros atrapados. O sea, la cura psicológica se inició desde el momento en que se estableció el primer contacto.
Chile estuvo en un hilo mientras se abría el pozo por donde saldrían nuestros mineros.
Y durante las semanas previas al 13 de octubre, en Chile no sucedió nada importante que no fuera el salvamento, hasta que apareció el último de los trabajadores y de inmediato sus rescatistas. Ahora, junto a los mineros y su espíritu indomable, mi país resurgió más fortalecido, más unido y mucho más humanitario.
Washington Sandoval Gessler
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