El rechazo a la extradición de Galvarino Apablaza a Chile disminuye la módica credibilidad de la que goza Argentina en el mundo.
EN POLITICA exterior, cualquier decisión puede gustarnos o no, según gratifique a nuestro color ideológico. Pero es objetivamente buena o mala según beneficie o perjudique al interés nacional.
En esa perspectiva, aún los más convencidos de que la negativa de extraditar a Galvarino Apablaza estuvo bien, deben igualmente tomar en cuenta los costos que por tal decisión vamos a terminar pagando los argentinos.
En los 80, cuando Argentina recuperó su democracia, afrontábamos un balance sumamente negativo. Tras cien años de controversias limítrofes, en 1978 estuvimos al borde de un conflicto armado que habría resultado siniestro, veníamos de desconocer el laudo por el Beagle, el régimen de Pinochet había apoyado a Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas y se acentuaba un sentimiento de antagonismo claramente pernicioso para los tiempos por venir.
En los siguientes 20 años invertimos completamente la actitud.
Cambiamos hostilidad por cooperación, solucionamos la totalidad de los conflictos limítrofes, Chile pasó a apoyarnos militantemente en el reclamo por Malvinas, se convirtió en el tercer inversionista extranjero directo en Argentina y miles de millones de dólares chilenos se inyectaron en el sistema económico argentino, al tiempo que concertábamos innumerables acuerdos públicos y privados de progreso asociado.
Nada de eso va a revertirse a causa de nuestra negativa respecto de Apablaza, pero ciertamente va a perjudicar ese proceso. Dicha negativa se inscribe en el ya muy poblado museo de las acciones políticas que, a contramano del avance regional, introducen palos en la rueda del entendimiento.
En términos jurídicos, la corte argentina ya se había pronunciado. Y en términos políticos, no tiene importancia si Apablaza es culpable o más inocente que la Madre Teresa: esa es una decisión que corresponde a la justicia chilena.
Esa habría sido nuestra correcta respuesta política. Siempre y cuando, por supuesto, pensemos que Chile es una verdadera democracia y allí funciona un sistema judicial respetable y que garantiza los derechos humanos. A partir de ahora, el mensaje que estamos enviando al mundo entero es que los argentinos, los socios, amigos y vecinos estratégicos de Chile, quienes más los conocemos, creemos que eso no es cierto, que la democracia y la justicia chilenas no son de fiar, que no ofrece las garantías suficientes del debido proceso.
Pavada de ofensa y pavada de costo que deberemos afrontar, en una nueva disminución de nuestra ya módica credibilidad en el mundo. Un agravio inmerecido a quienes siempre hemos considerado como hermanos, una verdadera cruzada contra nosotros mismos, un conflicto completamente innecesario, sorprendiendo a los desprevenidos chilenos con la inevitable sospecha de que, para determinadas formas de entender la política, cuando talla la ideología tambalea el estado de derecho.
Para cerrar, es de lamentar que los fundamentos de la Comisión Nacional para los Refugiados no se den a la luz pública. Una pena, pero cualquier interesado puede conseguir unas argumentaciones de resultado semejante: son las que esgrime Irán para no acceder al pedido de extradiciones que le reclama la Argentina.
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