La democracia peruana se enfrenta a una hora decisiva. O el gobierno del presidente García declara la guerra total a la pobreza y se enfrenta con todas sus fuerzas a la corrupción o en los próximos años contemplaremos, impotentes, cómo la ola chavista y radical se expande por los Andes sin apenas encontrar resistencia.
Tras la crisis de los petroaudios, que destapó ciertos manejos turbios en el entorno íntimo del aprismo, el gobierno de García debió centrarse en la lucha contra la corrupción y aplicar una política de tolerancia cero con los delincuentes de cuello y corbata. Por el contrario, la justicia peruana envió a su casa a Rómulo León, el principal sospechoso de la trama corrupta, pese a la creciente indignación popular y a la inercia discursiva de muchas figuras connotadas del partido gobernante. Aunque ahora el presidente del Poder Judicial, Javier Villa Stein, inicie una investigación al juez responsable de tremendo desaguisado, el daño ya está hecho.
Hace poco más de un mes, veinticuatro policías peruanos fueron masacrados en Bagua por defender la democracia y el orden. A su vez, nueve nativos eran abatidos mientras peleaban por lo que pensaban que les sería arrebatado: sus tierras y el agua de sus hijos. Bagua polarizó al país. Y el Gobierno empezó a desangrarse. Pese al crecimiento continuo y al saldo positivo de la macroeconomía, en el Perú subsisten grandes bolsones de pobreza que constituyen el mejor caldo de cultivo de radicalismos y etnonacionalismos indigenistas. La pobreza, si bien ha retrocedido, no ha sido doblegada del todo ni parece estar herida de muerte. Y, tras el cansancio y la ira de turno, irrumpe la violencia. Ciertamente, agentes externos azuzan a las masas, pero ello no implica que los errores del Gobierno no contribuyan a crear un clima de hartazgo que no ha hecho sino empezar. El último paro convocado por diversos sindicatos filomarxistas ha fracasado. Pero ello no implica que la próxima vez una huelga general no acabe por triunfar.
¿Es posible remediar esta situación? El cálculo político de Alan García debe dar paso a un gabinete de acción nacional, multipartidario, de corte gerencial. El Presidente tiene que dejar de pensar en las elecciones del 2016. Todo el poder del Estado debe concentrarse en las zonas en los que la pobreza es insoportable. Toda la autoridad del gobierno ha de tener un objetivo: extirpar a los corruptos, juzgarlos y condenarlos. Lo demás es coyuntura, suposición y demagogia. El Perú no debe parar y menos en tiempo de crisis. El nuevo gabinete tiene un deber supremo: lograr que el país retorne a la calma. Hay que recuperar la confianza del pueblo en un proyecto nacional serio, eficaz, coherente. Para ello, los partidos y movimientos centristas y democráticos deben unirse deponiendo los pequeños intereses y proyectos autárquicos, fruto de un ombliguismo estéril, que minan el destino del país. El equilibrio geopolítico de la región está en juego. El Perú es una plaza fuerte en Sudamérica. Así lo comprendió Bolívar, cuando arremetió con lo mejor de sus fuerzas para sellar la independencia de todo el continente en Ayacucho. Casi doscientos años después, la libertad vuelve a ser amenazada en el mismo campo de batalla, esta vez por un usurpador de su pensamiento. El pequeño heresiarca bolivariano comprende que, para controlar totalmente el espinazo andino, ha de rendir al gran Perú, cueste lo que cueste.
Si se mantiene la desunión de los demócratas, el 2011, con las elecciones presidenciales, la revolución chavista brindará por su nuevo peón en los Andes, Ollanta Humala. O los peruanos tendremos que soportar el retorno nefasto del Samurai en la figura de su heredera, Keiko Fujimori. Nos enfrentamos, una vez más, por la apatía y el egoísmo de nuestros gobernantes, al cáncer y al sida. Juntos tenemos que buscar una cura urgente. O gloria o abismo. No hay otra solución.
Director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas
Artículo original
No hay comentarios.:
Publicar un comentario